Cuando era canijo todo era más fácil, o así me lo parecía. No voy a empezar como el abuelo cebolleta a decir que antes se vivía mejor. Ni mejor ni peor, era más fácil. A ver quién es el guapo que suelta al niño en una gran ciudad y le dice –vete al parque hijo y sube a la hora de cenar -. Amos anda!, si acaso le mandas con dos guardaespaldas con un curso de full contact no sea que a la hora de cenar no tengas niño sentado a la mesa. Los padres de ahora lo tienen complicadillo y no me sorprende que muchos chavales acaben enajenados con las consolas, no pueden llevar una vida social decente hasta que les salen granos en la cara, entonces ya es tarde, salen de casa como los toros en los encierros de San Fermín y échales una liebre, a ver si les pillas. Luego todo son problemas de adaptación, psicólogos, violencia adolescente y un sin fin de males del siglo XXI.
Y no se le puede echar toda la culpa a los padres, los dos trabajan y el día tiene solo veinticuatro horas. En muchos casos el único rato de comunicación válida con el niño es cuando está acostado y le lees un cuento. Y cuando los padres están separados, cosa cada vez más común, el gazpacho de vida que tiene el pequeño es estupendo, el no va más.
Yo he sido mucho más afortunado. Me he criado con los mismos padres desde la mañana a la noche y desde los cero años hasta la fecha en curso, que todavía aguantan mis neuras. De pequeño me soltaban en la calle con los amiguitos y era mi madre la que tenía que bajar con el rodillo de amasar para que subiera de una vez, que eso no era una pensión. Mi padre si, viajaba mucho, pero se partía el cobre por estar con nosotros siempre que podía y nunca olvidaré los veraneos en la playa, en Alicante o Almería, no necesitábamos más, solo estar con nuestros padres, que nos empeñamos ahora en llevar a los niños al otro lado del globo y no hace falta señores, no necesitan kilómetros, necesitan cariño.
Bajábamos al colegio en la sierra de Madrid en pleno invierno a doce bajo cero solos, sin el todoterreno, si, sentados en tapas de inodoro haciendo el bruto y custodiados por un mastín de un metro de altura y dos mestizos con muy mala leche, cualquiera nos tocaba. Y lo que nunca, nunca jamás olvidaré es el olor de las tostadas al levantarme, de la mantequilla hecha en casa, de los tres hermanos esperando cola en el baño envueltos en mantas que pesaban como piedras y de las tardes de tormenta junto a mi padre, en el porche.
Es lo que intento darle a mi hijo, con mayor o menor éxito y no veais cómo lo agradece.
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