CAPÍTULO JUAN. SED DE SANGRE
No pegó nadie ojo en toda la noche, se levantó un vendaval del norte que parecía querer arrancar de cuajo las tiendas para llevarse de una vez por todas a los restantes miembros de la expedición griega. Los miembros de la guardia se protegían en cuclillas del azote de Eolo y procuraban no perder el equilibrio mientras tensaban las sujeciones de los barracones de tela de la tropa. El barco anclado en la bahía se zarandeaba peligrosamente amenazando con zozobrar, pero poco podían hacer ante las desatadas fuerzas de la naturaleza, una vez más como si de las doce pruebas de Hércules de tratara se vieron avocados a resistir los envites del destino que se volvía negro por días, les iba metiendo en el mismísimo pozo del inframundo y mermaba su capacidad de respuesta ante las dificultades.
Su afán de conquista que en principio les llevó a cruzar los límites de su resistencia y que les llevó de la mano de Dafne más allá de las columnas de Heracles se había transformado en una quimera en tan solo dos semanas y tendrían que emplearse a fondo si querían recuperar a sus compañeros y de paso sobrevivir a una tierra y unos dioses que les rechazaban de plano.
Tres días duró aquel castigo que consiguió destrozar no solo buena parte del equipo y de las provisiones, sino la moral de los hombres. Algunos dieron muestras de enloquecer y lloraban agarrándose los oídos, con los labios agrietados por la sed y la piel repleta de llagas por el azote de la arena.
Pero Dafne tenía un sueño, Irene tenía un sueño, Ciros tenía un sueño, Filipo tenía un sueño, Néstor tenía un sueño, Altair tenía un sueño y eso era inquebrantable y la incomprensión, el sufrimiento, las penurias, las preguntas sin respuestas, el todo y la nada en contra ya no bastaban a esta alturas para destruirlo. Ya no era solo el imperativo de su jefa de clan, ya no eran solo las millas cruzando el mediterráneo y el Egeo, la sangre derramada, a veces innoble, como en aquel bosque y de terceros tan solo amedrentados. Ya no era el oro, el hierro, Egipto!, ni tan siquiera Eleusis...donde quedaba Eleusis? quizá en una bruma del pasado.
Ahora en lo que se había convertido aquello era en una cuestión de orgullo. Nada ni nadie, ni ningún dios desperezado del hades podría con ellos, porque tan solo les quedaba una playa, un ejército maltrecho, un barco que se zarandeaba, unos dioses que les habían abandonado a su suerte y...el orgullo, y ante eso solo vale la gloria o la muerte.
Cuando amainó el poniente abandonaron la playa, andrajosos espectros en busca de refugio. Murieron quince hombres y tres mujeres, entre ellas Artemisia, a los que trasladaron penosamente hasta una hondonada a cubierto y dieron justas y rendidas pompas fúnebres. Dafne colocaba monedas en sus ojos, serena, impertérrita, grandiosa en cada pira funeraria, había perdido la prisa y más parecía que se daba el tiempo necesario para cobrarse justa venganza por todo aquello y la venganza es un plato que se sirve frío. No había cruzado palabra con nadie en varios días, ni tan siquiera con Irene. Su esposa, Ágatha yacía en un camastro en su tienda, moribunda, febril, luchando contra la muerte quién sabe en qué batallas de sí misma contra qué bestias, qué monstruos, tan solo con su arco cretense ávido de sangre, certero e implacable, pero inútil ante la inferioridad numérica.
Aquella noche, después de las honras, Filipo se presentó en la tienda de Dafne, llevaba un aspecto lamentable, el uniforme deslucido y se sintió indigno, pero ella le hizo pasar.
- Buen Filipo, has conseguido salvar los manuscritos de todo este desastre, bienvenido seas a mi...palacio- lo dijo con cierta sorna, haciendo un ademán para que tomara asiento frente a ella. -Mi señora, qué puede hacer más por Eleusis este mugriento macedonio?, ya no me queda tinta que gastar, por no tener no tengo ni suelas en mis sandalias, pero si de algo os sirve mi buena memoria, daré fe en ésta o en la otra vida de nuestras epopeyas-.
-Nuestras? empiezas a hablar en plural, eso me gusta- dijo con gesto amable Dafne -No seas tan duro contigo mismo, has hecho mucho más allá de lo posible, tu aspecto es terrible, pero tu alma está intacta y eso es lo que me vale. Ya no eres macedonio, casi has perdido el acento bárbaro y tu insoportable acidez...yo haré que vuelvan ambas-.
Filipo sonrió moviendo la cabeza dubitativo - Dafne, mi señora, os admiro en grado sumo, ya no me quedan rencores para escribir soflamas contra vos ni contra Eleusis. Éste es mi pueblo, mi gente, lo he aprendido de Agalis, de Ciros, de Nestor, de Irene, de todos vosotros, si he de revolverme en mis taimadas letras, que sea contra los dioses que nos espantan y se empeñan en acabar con nosotros-.
-Es hora de salvar ciertas distancias Filipo, te dispenso el trato de puertas adentro y...ahora, dime qué piensas de todo esto y hazlo con la sinceridad que te caracteriza o te rajo y te lanzo al mar para que te devoren las medusas- Dafne le miraba con la boca torcida y el ceño fruncido, pero sin el menor atisbo de fiereza, solo buscaba consejo, quizá una salida honrosa buscando la confianza, la complicidad y cierto sosiego en la mente preclara de su escriba.
-Si me das esa confianza te diré que llegados a este punto solo tenemos dos opciones, subir a ese desmadejado trirreme y claudicar o subirnos a lomos de la eternidad, no se si emularemos a Aquiles o nadie recordará nuestra gesta pero...qué nos queda? Crees que tus hombres, por muy maltrechos que estén agradecerían tu gesto de devolverles a su patria? quizá al principio si, pero nunca se perdonarían ni te perdonarían tirar la toalla, abandonar a los que perdimos y volver a casa quizá con la promesa del oro si, pero con la ignominia de la falta de entereza ante la afrenta-.
-Filipo, nunca me acostumbraré a tu falta de delicadeza...no, no me mires así, no te lo reprocho, has sabido ser buen cronista de mis locuras, ahora empieza una locura que me es ajena. Mírame, solo soy una mujer, una guerrera, he tratado de poner cordura a todos nuestros desenfrenos, pero esto en cierto modo se me escapa. Comprende que pierdo tanto volviendo a casa como malgastando la vida de mis hombres y cada día que pierdo un hoplita, una guerrera como Artemisia y más de cien remeros en una playa sin saber porqué se me muere algo por dentro y eso es mi cena, mi desayuno y mi castigo, no el tuyo. Pon eso en tus crónicas porque mañana, cuando amanezca, vamos a ponerle coto a tanto sufrimiento así tenga que sacarle las tripas a esta tierra de venganza. Para venganza la mía, porque cada vida de Eleusis dejada en el camino, en el mar y por recuperar será mía por derecho propio y no te preocupes, encontraré tinta para que escribas cuanto aquí pase porque será o digno de pasar a la eternidad o pasto del olvido en el Hades-.
Filipo miró de reojo hacia el camastro donde yacía Ágatha oculto tras un velo de lino naranja casi transparente, después miró a Dafne y respiró hondo. –Es fuerte, muy fuerte y ama la vida tanto como a ti, se recuperará y seguirá salvando vidas de esa forma tan generosa que tiene, en silencio y sin exigir nada, siempre he admirado su forma de ser y en cierto modo es mi contrapunto, yo soy el bocazas que siempre se hace notar, es mi sino-. Dafne sonrió y se levantó para acompañarle a la puerta, poco más había que decir aquella noche. Le vio marcharse tambaleante tras una duna y pensó que a él también le quedaban muchas vidas por salvar, sin duda, empuñando su arco, su lanza, su xhipos o su pluma.
Al amanecer y hacia el este empezaba a salir un sol enorme y rojizo tras las nubes del volcán que casi les borra de la faz de la tierra y aún no corría ni la brisa ni la tramontana a la que estaban acostumbrados, era como un breve espacio de respiro antes de la batalla, cuando en el silencio de las tropas se adivina la tensión acumulada. En medio de la hondonada, igualmente silenciosa estaba Dafne, con su guerrera de escamas de cobre lanzando destellos contra el sol saliente, el escudo colgado a su espalda, su lanza clavada en el suelo, desafiante. Tan solo esperaba, y desde luego, sabía esperar.
Primero salió de su tienda Ciros, que enseguida reparó a contraluz en su jefa de clan y deslumbrado y sorprendido, se frotó los ojos y sacudió la cabeza como quién no se cree despierto aún. Pero no, allí estaba cual centinela que hubiera pasado toda la noche en la misma posición. Se volvió y llamó a su mujer. –Sofía, tienes que ver esto, o a Dafne le han poseído los demonios de Agalis o mucho me temo que se nos acabaron las indecisiones para una buena temporada-. Sofía hizo lo propio y agarrada del fuerte brazo de su marido retiró la tela de entrada a su tienda.- Por las barbas de Zeus! ha enloquecido! le dijo entre susurros, vistámonos, rápido!-.
Dafne miraba a un lado y a otro pausadamente y observaba cómo iban saliendo griegos de las tiendas, pero no daban más de dos pasos hacia ella, solo murmuraban y se hacían conjeturas inútiles. Poco a poco se fueron arremolinando bajo la incierta luz del amanecer carmesí. Irene, Nestor, Filipo y los demás tampoco se decidían a acercarse quizá por temor a ser ejecutados sin más miramientos en un posible arrebato de locura, muchos murieron así ejecutados por sus amigos en legítima defensa, pero Dafne? era imposible, o no!...quizá la enfermedad de Ágatha le había llevado al límite de su resistencia mental y se dejó arrastrar aquella noche a un mundo del que no es posible regresar y mucho menos para ser líder de nada ni de nadie, ni tan siquiera de uno mismo.Cuando todos estuvieron en silencio, Irene se acercó con las manos abiertas hacia la mirada fría de Dafne.
-Luces un aspecto impresionante esta mañana Atenea, qué puede hacer por ti tu pueblo…una vez más?- No sonó a reproche, más bien a noble ofrenda. Dafne volvió a mirar a lo que quedaba de su pueblo, haciendo un triste recuento, después relajó un poco el gesto y miró Irene, que todavía no las tenía todas consigo. –Lo que queda de él, no crees?- después empezó a caminar lentamente hacia Ciros dejando atrás a Irene, que levantó las cejas tratando de buscar una salida honrosa aquella situación tan extraña. Dafne se paró delante de su general y asintió para sí misma, siguió recorriendo el círculo de griegos, de amigos, parándose de cuando en cuando para cerciorarse de Ares sabe qué. No recibió miradas de miedo, solo de respeto, de admiración, quizá algo de incomprensión, pero nadie, absolutamente nadie le bajo la mirada, esa mirada que odiaba profundamente, la de la cobardía o la de la traición. Terminó su revista y volvió junto a Irene y mirándola fijamente a los ojos habló en voz alta.
-Creo en la vida eterna en este mundo, hay momentos en que el tiempo se detiene de repente para dar lugar a la eternidad.(tributo a Dostoievski).
Ahora ya somos la eternidad, ya no somos simples hombres y mujeres en pos de un futuro mejor, del bien de nuestros hijos, de la gloria del guerrero o de la defensa de un territorio.
No vamos a volver a casa…
Nadie movió una pestaña ni se cruzaron miradas de cansancio, hartazgo o aprobación, ni un solo murmullo, Dafne no esperó más.