Ya no va al casino cada tarde a escuchar las mismas mentiras de autocomplacencia de los allí presentes, aunque hace mucho tiempo ya que le entran por una oreja y le salen por la otra. El vinillo que se tomaba jugando al dominó le sienta mal, así que prefiere el poyo de su puerta, su bastón y su vida para recordarla. Los amigos que hizo y perdió en la guerra, una guerra que empezó en la plaza, con el puño en alto, seguro de sí mismo y con algo por lo que luchar y que acabó soñando cada noche como venían los que mató a visitarle en sueños, en eternas pesadillas de las que no consigues despertar nunca.
La dichosa guerra, cuantos años perdidos para acabar peor que al principio, sin madre ni padre ni perro que te aguante, con los ideales metidos en salva sea la parte. pero eso pasó hace tanto tiempo que sus ojos azules pequeños y vivarachos han conseguido recuperar la alegría aunque solo sea para dársela a sus nietos en sus dilatadas visitas al pueblo, ya van siendo mayorcitos y la pequeña aldea empotrada en los Picos de Europa no es precisamente eurodisney. Pero a él le quieren, agradecen mucho sus chascarrillos y que les enseñara a ordeñar cabras, a encender una chimenea sin tardar dos horas como su padre, un ejecutivo de telefónica que no sabe que hacer con las manos cuando sale del despacho, a coger castañas sin pincharse, a aprender a silbar tan fuerte que se parten de risa porque les pitan los oídos. Son buenos chicos, el no lo era tanto. Perdió la cuenta de los escobazos que le daba su madre por volver entrada la noche, calado con el orbayo y el zaguán llenito de moras, - ¡con la de alimañas que salen a estas horas, mequetrefe, me vas a matar a disgustos! -, pero bien que se comía las moras. Tuvo que aprender rápido el oficio de pastor, no había otra, con su padre arriba y abajo cada día, subiendo de madrugada medio congelado por la helada y bajando por la tarde que no podía con las piernas de correr tras el gafas, el perro pastor catalán tuerto, que se las sabía todas. No había más que decirle – ¡muerde a esa! – y allá que iba a castigarle los cuartos traseros a la rezagada. Lágrimones e hipos le acompañaron al dejarnos definitivamente una mañana de primavera, parecía dormido junto a la cama de sus padres, se fue sin dolor, sin ruido, como llegó a este mundo. Vaya que si aprendió el oficio de pastor, con sus dolores de cuerpo y alma, sentado en los picos vigilando por si aparecían los lobos, que entonces si que había lobos, y nieves, y ventiscas. Una vez se cruzó de bruces con un oso, creo que estaban sorprendidos los dos, con la misma cara de “pero qué haces tu aquí”. Echó a correr en dirección contraria y sentía el aliento de la bestia tras él, a punto de matarle de un zarpazo. Corrió ladera abajo como alma que lleva el diablo hasta que se decidió a mirar hacia atrás cuarto de hora después, no había oso, ese día no tocaba morir. Bueno, ni en ese ni en la dichosa guerra, otros murieron por él.
Llegando al final del camino de la vida, sentado en el poyo de la puerta se pregunta si lo que hizo a lo largo de tantos años subiendo y bajando montes para guardar cabras o matar nacionales sirvió de algo, y la respuesta siempre viene de la misma manera, de la misma y azul manera en los ojos de sus nietos.
Claro que si.
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